Blog CEPAM

Las cartas del yagé
William Burroughs (Carta 2)

Traducción de José Gabriel Dávila

José Gabriel Dávila

Investigador CEPAM

Investigador en temas de corporalidad y cultura material, con énfasis en las culturas indígenas del noroccidente amazónico. Es candidato doctoral en Estudios Amazónicos de la Universidad Nacional de Colombia. MA en Historia del Arte con énfasis en arte precolombino y profesional en Estudios Literarios.

Las cartas del yagé

William Burroughs

 

 

Texto original
The Letters of Yagé
en City Lights Books, San Francisco, USA
ed. 1975

Textos de William Burroughs

Traducción al español de José Gabriel Dávila

Bogotá, Colombia 

“He decidido ir a Colombia a buscar yagé… Estoy listo para irme al Sur en busca del éxtasis ilimitado (el uncut kick) que se abre en vez de cerrarse como la droga (la junk)… Quizá en el yagé encuentre lo que he estado buscando en la droga, en la yerba y en la cocaína. El yagé puede ser el colocón (el fix) final”.

Junkie, 1953

Como siempre,

William.

Carta 2

Hotel Niza, Pasto, 30 de enero

 

Querido Al:

 

Tomé un bus hacia Cali porque el autoferro ya estaba vendido por varios días. Incontables veces la policía esculcó el bus y a todos los que viajábamos dentro. Yo llevaba una pistola en mi equipaje, debajo de los medicamentos, pero en esas paradas sólo revisaron lo que llevaba encima. Obviamente, cualquiera que llevara armas simplemente pasaría por alto esas paradas o las empacaría donde estos policías necios no fueran a requisarlas. Todo lo que consiguen con este sistema es molestar a los pasajeros. No he conocido nunca a nadie en Colombia que hable bien de la Policía Nacional.

 

Aquí la Policía es la guardia personal del Partido Conservador (el Ejército por su lado tiene un buen porcentaje de liberales y tampoco es de confiar). Querido, la P.N. es el cuerpo de jóvenes más unánimemente horroroso sobre el que jamás haya puesto los ojos. Son algo así como el resultado final de radiaciones atómicas.  Hay miles de estos extraños y vulgares jovencitos en Colombia y solo vi uno que consideraría elegible, pero se veía incómodo y enfermo en su oficina.

 

Si acaso hay algo que decir a favor de los Conservadores, no lo escuché. Son una minoría impopular de porquerías repugnantes.

 

La carretera conducía por encima de la montaña para descender hacia la curiosa región del Tolima medio, en el límite de la zona de guerra. Árboles, llanuras, ríos y cada vez más Policía Nacional. Esta región tenía algunas de las personas más atractivas e inmundas que he visto. La mayoría de ellos parecían no tener nada más que hacer sino pararse estupefactos frente al autobús, mirando a los pasajeros y especialmente al gringo. Me mirarían fijamente hasta que yo sonriera y los saludara con la mano para así poder devolverme la sonrisa mueca y depredadora que saluda al estadounidense en todo Sudamérica: Hola, Míster. ¿no tendrá un cigarrillo?

 

En un paradero de café caluroso y polvoriento vi a un chico con delicados rasgos cobrizos, hermosa boca suave y dientes muy separados en unas encías resplandecientes y rojas. Un fino cabello negro le caía frente al rostro. Toda su persona sudaba una dulce inocencia masculina.

Más adelante, en uno de los puestos aduaneros, me encontré con un tipo de la Guardia Nacional que había peleado en Corea. Se abrió la camisa y empezó a mostrarme las cicatrices que tenía en su cuerpo, tan poco apetecible.

«Me gustan los tuyos, muchacho», me dijo.

Nunca me siento halagado por esa simpatía promiscua hacia los norteamericanos. Es ofensiva para la dignidad personal y nada bueno puede esperarse de esos simpatizantes de los Estados Unidos.

 

Ya entrada la tarde, compré una botella de brandy y me emborraché con el conductor del bus. Hice una parada en Armenia y seguí para Cali al día siguiente para tomar por fin el autoferro.

Vegetación semitropical con bambú, plátanos y papayas. Cali es una ciudad complaciente con un clima agradable. No sientes tensión aquí. Cali tiene una alta tasa de delitos serios, pero nada político. Incluyendo el craqueo de bóvedas de seguridad (porque sabrás que en América del Sur son raros los delincuentes a gran escala).

 

Conocí algunos antiguos residentes estadounidenses que me dijeron que el país está llevado por el diablo. “Odian a los extranjeros a primera vista. ¿Sabes por qué? Todo esto es culpa del Punto cuarto[1] y toda esa mierda de los buenos vecinos y de la ayuda financiera. Si les das algo a estas personas, pensarán ‘Ajá, entonces me necesitan’, y cuanto más les das a esos bastardos, más pesados se vuelven”.

 

Le escuché esta patraña a los veteranos en toda Suramérica. No se les ocurrió pensar que aquí está involucrado algo más básico que los asuntos del tal Punto cuatro. Como dicen los fanáticos de Pegler en Estados Unidos, “El problema son los sindicatos”. Todavía lo dirían escupiendo sangre por la enfermedad de la radiación. O en proceso de convertirse en crustáceos.

 

Llegué a Popayán en autoferro. Es una tranquila ciudad universitaria. Alguien me dijo que el lugar estaba lleno de intelectuales, pero no vi a ninguno. Una hostilidad curiosa y negativista invade el lugar. Mientras caminaba por la plaza principal un hombre me empujó por delante sin pedir disculpas, con la cara impávida, catatónico.

 

Estaba en un bar, tomando un café, cuando un hombre joven con rostro arcaico, judaico o asirio, se me acercó y me soltó una larga cháchara sobre cuánta era su simpatía por los extranjeros y cuanto sería su placer en invitarme con una copa… o por lo menos a un café. Mientras decía todo esto resultaba evidente que ni le gustaban los extranjeros ni tenía la intención de convidarme un trago. Pagué mi café y me fui.

 

En otra taberna estaban apostando en medio de un juego de bingo. Un hombrecito imbécil se me acercó emitiendo curiosos aullidos de hostilidad. Nadie levantó la vista de su cartón de juego. Frente a la oficina de correos había propaganda conservadora. En uno de los carteles se leía: “Campesinos, el ejército está luchando por su bien. El crimen degrada al hombre y la conciencia le hará imposible vivir. El trabajo lo acerca hacia Dios. Coopere con la policía y el ejército. Ellos necesitan su información.” (La cursiva es mía).

 

Es su deber volteársele a la guerrilla, trabajar, conocer su lugar y escuchar al cura ¡La vieja estafa! Como intentar vender el puente de Brooklyn. No mucha gente cae en eso. La mayoría de los colombianos son liberales.

 

La Policía Nacional acecha en cada esquina, fastidiosos e incómodos, esperando a pegarle un tiro a alguien o cualquier cosa antes que quedarse parados bajo miradas oponentes. Tienen una enorme volqueta gris sin presos con la que recorren el pueblo.

 

Salí del lugar por una trocha polvorienta. Tierras onduladas de hierba verde, con vacas, ovejas y pequeñas fincas. Una vaca terriblemente enferma estaba parada en el camino, cubierta con la tierra de la carretera. Al costado de la carretera un altar dentro de una vitrina de vidrio. Los espantosos colores rosados, azules y amarillos del arte religioso.

 

El otro día vi un cortometraje sobre un cura en Bogotá que dirige un chircal con el que construye viviendas para los obreros. En la película se ve al curita acariciando los ladrillos y dándole palmaditas en la espalda a los trabajadores… en general, actuando la vieja farsa del catolicismo. Un hombre escuálido con ojos neuróticos y desahuciados. Finalmente pronuncia un discurso con moraleja: Dondequiera que uno encuentre progreso social o cualquier rastro de bondad, allí encontrarás a la Iglesia.

 

Su discurso no tenía nada que ver con lo que realmente estaba diciendo. No cabían dudas de la violencia neurótica en sus ojos, de su miedo y de su odio a la vida. Allí sentado, con su uniforme negro, se delataba claramente como el abogado de la muerte. Un mercader sin la motivación de la avaricia, una actividad cancerosa, estéril y mortal. Fanatismo sin fuego ni energía supurando el hedor a podredumbre espiritual. Se veía enfermo y desaseado -aunque supongo que en realidad estaba lo suficientemente limpio- con indicios de dientes amarillos, ropa interior cochina y problemas psicosomáticos del hígado. Me pregunto cuál podría ser su vida sexual.

 

Otro cortometraje mostraba una junta del Partido Conservador. Tenían un aspecto gélido, como una costra de hielo sobre el rocío del campo. La audiencia permaneció en completo silencio. Ni un murmullo de aprobación o de disenso. Nada. Propaganda sin escrúpulos aterrizando sobre un silencio rotundo.

 

Al día siguiente tomé un bus hacia Pasto. La llegada a la ciudad fue como un puño en el estómago, un impacto físico de depresión y de horror. Altas montañas alrededor. El aire escarpado. Los locales fisgonean desde sus chozas techadas con paja, con los ojos enrojecidos por el humo de las hogueras. El hotel era excelente, estaba a cargo de un suizo. Caminé por toda la ciudad. Gente andrajosa y de aspecto miserable. Cuanto más arriba andaba uno la genta era más fea. Esta es una zona de leprosos (en Colombia, la lepra prevalece en la alta montaña, la tuberculosis en la costa). Era como si una de cada dos personas tuviera labio leporino, una pierna más corta o un ojo ciego y ulcerado.

 

Entré en una cantina, tomé aguardiente y puse música andina en la rocola. Hay algo arcaico en esta música vieja y tristona que me resulta extrañamente familiar. Definitivamente no es de origen español ni oriental. Música de pastorear tocada en un instrumento de bambú, como una flauta de pan, preclásica, etrusca tal vez. He escuchado canciones similares en las montañas de Albania donde subsisten elementos etnicos pre-griegos, ilirios. Esa música evoca una nostalgia filogenética, ¿de la Atlántida quizás?

 

Detrás de la barra del bar vi trabajando a quien parecía un muchacho atractivo, de unos catorce años (el lugar estaba en penumbra debido a una falla en la electricidad). Cuando me acerqué para observarlo de cerca, vi que la cara era vieja y que el cuerpo estaba hinchado de agua y de médula como un melón podrido. Un indio estaba sentado en la mesa de al lado hurgando en sus bolsillos. Sus dedos entumecidos por el alcohol. Le tomó varios minutos sacar algunos billetes desmoronados -lo que mi abuela, una prohibicionista violenta, solía describir como “plata de borracho”- pescó mi mirada y me sonrió con una sonrisa torcida y rota, como diciendo: “¿Qué más puedo hacer?”

 

En un rincón un indio joven manoseaba a una puta, una mujer horrenda con una cara de bestia maligna y con el vestido rosado del oficio. Finalmente se libró y se fue. El indio joven la miró irse en silencio, sin rabia. Se había ido y eso era todo. Se acercó al borracho, lo ayudó a levantarse y juntos salieron estupefactos y tambaleándose con la resignación dulce y afligida del indio de los Andes. Schindler me envió a donde un alemán que tenía una fábrica de vino en Pasto. Lo encontré en una habitación llena de libros que calentaban dos calefacciones eléctricas. Era el primer calentador que veía en Colombia. Tenía la cara devastada, la nariz pronunciada y una boca que se curvaba hacia abajo: tenía facciones de drogo. Estaba muy enganchado al opio. El corazón mal, los riñones mal y la presión alta. “Yo solía ser duro como roble”, dijo lastimeramente. “Ahora lo único que quiero hacer es ir a la Clínica Mayo. Aquí un médico me dio una inyección de yodo que me alteró todo el metabolismo. Si como cualquier cosa con sal… ¡los pies se me hinchan así!».

Sí, conocía bien el Putumayo. Le pregunté entonces por el Yagé.

“Efectivamente, envié muestras a Berlín. Las examinaron y según el informe tiene un efecto idéntico al del hachís… hay un insecto en el Putumayo, se me olvidó como lo llaman, como un saltamontes gigante, un afrodisíaco tan potente que si se posa sobre uno y uno no consigue inmediatamente una mujer, se muere. He visto tipos corriendo por ahí, masturbándose por el contacto con este bicho. Por algún lado tengo uno en alcohol… o no, recuerdo que se perdió cuando me mudé aquí después de la guerra… Otra cosa acerca de la cual estuve tratando de conseguir información fue sobre una enredadera que hace caer todos los dientes si uno la mastica.”

 

Lo ideal para hacer una broma pesadas a los colegas, respondí. La sirvienta trajo té, pan de centeno y mantequilla dulce en una bandeja. «Odio este lugar, pero ¿qué puede hacer uno? Tengo negocio aquí. Mi mujer. Estoy clavado”.

 

Saldré de aquí en los próximos días para Mocoa y a tierra adentro del Putumayo. No escribiré desde allí porque más allá de Pasto el servicio de correos es muy inseguro porque depende de los transportadores voluntarios, conductores de bus y camioneros que pierden más cartas de las que entregan. Esas gentes no tienen la más mínima idea de lo que es el concepto de responsabilidad.

 

Como siempre,


Willy Lee

  


[1] Entre 1948 y 1949, tras la firma en Bogotá, el presidente Harry Truman realizó un discurso inaugural en el congreso y aprovechó para exponer los nuevos lineamientos de la política exterior norteamericana. El “Punto Cuarto” de su discurso es especialmente conocido por formalizar, desde el gobierno mismo de Estados Unidos, un compromiso con el desarrollo de América Latina. El plan pretendía fortalecer y consolidar la ayuda técnica hacia el sur del hemisferio, pero siempre reafirmando las nociones de que el desarrollo económico se alcanzaría con una mayor participación de América Latina en el comercio internacional, a la vez que se permitía la entrada de capitales extranjeros para “fortalecer” la economía de los países más pobres.

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