Agroindustria, violencia y desposesión contra indígenas Sikuani en el Meta

Antonio Salazar Serje

Antonio Salazar

Profesional en Estudios Literarios de la Universidad Javeriana de Bogotá, experto en educación intercultural y candidato a Magíster en Estudios Amazónicos sobre problemas de desarrollo rural, ecología política y etnoeducación en la Amazorinoquia.

Investigador CEPAM

En las últimas dos semanas ha habido una serie de enfrentamientos entre una comunidad de indígenas sikuani y el ejército colombiano. La comunidad indígena de Puerto Gaitán lleva años luchado pacíficamente por la recuperación de sus tierras, pero han sido agredidos y amenazados por miembros de la seguridad privada de las empresas con el apoyo de fuerzas del Estado en varias oportunidades, esta no es la primera.

Mientras tanto, el gobierno hace grandes discursos de interculturalidad para el público del centro del país y de la comunidad internacional, pero en la práctica, forja alianzas con intereses privados que no han parado de enriquecerse de tierras indígenas, negándoles la posibilidad de volver a sus tierras.

Incluso, desde el punto de vista del derecho internacional, el Estado colombiano y el paramilitarismo, son corresponsables de los peores crímenes violentos de los últimos 30 años; y parece seguir por el mismo camino en el 2022. Masacres como la de Mapiripán y Planas, que originaron gran parte del desplazamiento de los indígenas de sus territorios ancestrales a los cascos urbanos fueron realizadas en complicidad con el Estado.  Hasta ahora esos discursos no han sido más que palabras para sectores sociales indígenas y campesinos que están cansados de la violencia con la cual el Estado ha sido históricamente cómplice.

Según el informe sobre violencia paramilitar en el Meta y el Vichada del CNMH (2018) los paramilitares fueron los principales encargados de abrirle las puertas a las grandes empresas agroindustriales: y ahora el Estado toma partido a favor de quienes se beneficiaron de la guerra y no de las víctimas. Esta situación ejerce más presión sobre el borde entre Amazonia y Llanos, y ha impulsado la desforestación del Guaviare, el Caqueta y el sur del Meta (Mapiripán), la zona de mayor deforestación de la selva amazónica colombiana.

Comunidad indígena Sikuani, menonitas y agroindustria en EL META, colombia

Foto: Juan Pablo Gutierrez, ONIC.

Estas palabras de una líder Sikuani entrevistada en el 2020 da un panorama claro de la lucha a la cual se han enfrentado mujeres y hombres mayores, a cargo de niños, en condiciones de marginalización y pobreza extrema en el Meta:

Pero, no, ¿sabe qué? Al principio le voy a hablar solamente del año del 2017, el 22 de mayo nosotros solicitamos ese territorio, que es territorio ancestral llamado Warrulia. Ahí hay hay quince sitios sagrados, pero por el momento, solamente nos han reconocido doce sitios en la agencia de tierras. Allá hay mata de mango, merey, yopo, de todo. Porque allá vivía mi bisabuelo, Ramón Gaitán, que fue el que los sembró, no sé en qué años, pero ¡hace años! cuando había tres casitas acá en Puerto Gaitán, que no se llamaba ni siquiera Puerto Gaitán, sino Majaguyal. Bueno, pasaba mi abuelito por acá para Majaguyal, y seguía para Bogotá, pero ¡a pie! Bueno, allá [en Warrulia] vivió años, con tres mujeres, trece hijos, y de esos trece hijos nació mi papá, que está sentadito acá. Allá nació mi papá. Después de quince años, de haber tenido a mi papá, hubo la violencia de Guadalupe Salcedo, Dumar Aljure, Sixto Unda […].

(Entrevista personal con María[1], 16 de marzo, 2020)

María, mujer de origen sikuani, cabeza de familia en Puerto Gaitán, líder de la lucha en contra de las diferentes empresas de agroindustria que se han instalado en los últimos veinte años en su territorio ancestral, pregunta cómo es posible que siendo ellos indígenas no hayan podido recuperar tierras que les pertenecieron desde que tienen memoria, mientras que una familia alemana (Los menonitas), que ni siquiera habla español tiene el apoyo de la policía y los militares.

En efecto, pareciera como si los permisos del Estado tuvieran más o menos poder dependiendo de quien los ostenta. Porque la comunidad de María no estaba ahí sin permiso, había contactado a la Agencia Nacional de Tierras, tenía abogados, papeles, etc. Pero, La palabra de los wuwainis, los blancos y el Estado, parece no ser cumplida nunca: mientras que, en las tradiciones indígenas y campesinas, y creo que para todas las personas con principios morales normales y sanos, las reglas son pocas y se cumplen y la palabra se sostiene. El Estado, sin embargo, compuesto de personas, parece no comportarse como ninguna de ellas.

Un paisaje erguido sobre LA violencia y desposesión del pueblo Sikuani

puerto gaitan
Los menonitas en Colombia tienen extensos cultivos de arroz, soya y maíz. Foto: Rutas del Conflicto.

María me contó cómo agentes de la policía la amenazaron y le quitaron todas sus posesiones al tratar de ingresar a antiguos lugares sagrados de sus abuelos, en la vereda La Cristalina. Ese día, ella y otros indígenas que habían sido desplazados y arrinconados en las afueras del pueblo, fueron con un abogado, permiso jurídico, para hacer un reconocimiento territorial. Según ella, y su padre, en esos terrenos quedan los antiguos conucos, árboles de yopo, frutales, zonas de pesca y caza de sus abuelos. 

Hoy en día esas tierras son monocultivos de soya y maíz que pertenecen a la comunidad Menonita y a la empresa Aliar, también conocida como Fazenda por el nombre de la marca de alimentos que vende en los grandes supermercados del país (se especializan en carnes de cerdo, pero también comercializan granos). 

A pesar de los permisos jurídicos, los guardias de seguridad privada que custodian estos predios no los dejaron ingresar, así que ellos decidieron acampar frente a la entrada de la carretera durante varios días en señal de protesta. Eventualmente, los guardias privados llamaron a la policía y diseminaron el campamento golpeando a varios indígenas, y decomisándole las posesiones del campamento (ollas, comida, gallinas y herramientas).

La familia de María está compuesta de mujeres, niños, y el abuelo Eusebio, su padre, que se encontraba con nosotros, sentado debajo de la sombra, con gafas oscuras, y oía en silencio, haciendo breves intervenciones en sikuani. Debido al trato de las autoridades y a las amenazas que han recibido en su contra, María, desconfiaba de mí y solo accedió a hablar conmigo después de comunicarse con su abogado que trabajaba con la Ley de Victimas y Restitución de Tierras. Una vez superada la desconfianza, empezaron el relato de su lucha en contra de la familia Menonita que ha fundado un emporio de monocultivos agroindustriales en los llanos.  Ellos recuerdan cómo sus abuelos podían subir toda la cuenca del Meta y sus afluentes hasta la cima de los Andes, “hasta Bogotá si querían” y nunca habían tenido tantos problemas de movilidad por las sabanas, como los tienen hoy en día, debido a la agroindustria.

Los Sikuani, el conflicto armado y la expansión agroindustrial en el Meta

La historia del desplazamiento de esta familia sikuani comenzó con el estallido del conflicto armado entre las guerrillas gaitanistas, el Estado, y los grandes terratenientes en los años 50’s. Esta fue la primera ola de violencia, seguida de la guerra de las FARC con el Estado durante los años 70’s y 80’s, y luego el narcotráfico y los paramilitares que dominaron la región desde los años 90’s.

Cuando se firmaron los acuerdos de paz, sin embargo, no tuvieron a dónde volver porque resultó que las tierras que transitaron y cultivaron sus antepasados, ahora pertenecían a las familias de menonitas en Colombia, caucheros, y la empresa ALIAR.

Antes del estallido de violencia de los años 50’s, Puerto Gaitán era un caserío llamado Majaguillo (por los árboles y constaba de unas 40 casas de mayoría indígena). Puerto López, a unos 100 kilómetros más hacia el occidente, había sido el pueblo de la avanzada de la colonización hasta ese momento. A partir de la expansión petrolera, el narcotráfico, y las empresas de agroindustria incrementó la población venida de afuera, en busca de trabajos según las bonanzas, y hoy en día Puerto Gaitán cuenta en un casco urbano de más de 40.000 personas.

Los Sikuani en Unuma, un barrio en Puerto Gaitán

El barrio donde vive María ha acogido 1.500 indígenas venidos de todas partes de los llanos, y se llama “Unuma”; palabra sikuani que remite al concepto de la organización y distribución del trabajo en mingas, organización social que ha sido objeto de especulaciones teóricas y de fantasías utópicas primitivistas.

Lejos de ser una utopía primitivista, Únuma es un barrio tugurizado y abandonado a su suerte, de cambuches de plásticos y lonas, en condiciones de hacinamiento y pobreza. Las dificultades lingüísticas y culturales, y el escaso a recursos monetarias de los indígenas que viven en este barrio se conjugan en su contra y los han relegado a condiciones de marginalidad extrema.  

(Al igual que sucede con indígenas desplazados en todas las capitales de la Amazonia y la Orinoquia que se ven forzados a vivir en centros urbanos sin herramientas económicas, culturales y sociales para adaptarse y vivir dignamente). Sin acceso a la tierra, las costumbres propias y la lengua han decaído considerablemente en las poblaciones urbanas.

Contrareforma de las ZIDRES

Este es uno de los costos que ha tenido la expansión agroindustrial. La expansión territorial que efectuaron los terratenientes en conjunción con los narcotraficantes, políticos, y paramilitares (durante la década de los años 80’s, 90’s y 00’s), terminó beneficiando a grandes inversores de capital extranjero, que compraron estas tierras a muy bajos precios cuando murió el famoso esmeraldero y narcotraficante Víctor Carranza.

Un mecanismo común de las empresas fue contratar familias de colonos y campesinos para que se postularan como beneficiaros de la ley de restitución de tierras, del proceso de Paz, y después recibir esas tierras en concesión a cambio de plata. Las familias recibían 10.000.000 de pesos, y dejaban operar a las empresas en terrenos que ellos no volvían a ver.

Para familias como la de María el paisaje de la agroindustria no es un paisaje prometedor, sino un recuerdo constante de una historia de violaciones sistemáticas a sus derechos y un obstáculo para su supervivencia material y cultural.


[1] Nombres de los informantes cambiados para proteger su identidad.

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