CEPAM

Reseña "Hombres sin mujeres"
Haruki Murakami

German Alfonso Palacio Castañeda

Germán Palacio

Director CEPAM

Abogado e historiador. Doctor en Historia de Florida International University. Profesor e investigador de la Universidad Nacional de Colombia, Sede Amazonia. Director del CEPAM y del Centro de Investigaciones Amazónicas, IMANI.

HARUKI MURAKAMI. Hombres sin mujeres (Barcelona: Tusquets Editores, 2016).

A primera vista este no es un libro que fue elaborado como tal, con una unidad. La cohesión pareciera encontrada al cabo de los siete relatos, dejando para el final un cuento que le da el título al libro. No es que los hombres de los distintos relatos no tengan mujeres o relaciones con mujeres, sino que esas relaciones suelen ser un poco tóxicas en desfavor de los hombres. No me refiero a que haya golpes en esas relaciones. Esas historias no son convencionales. No sé si a un japonés de Tokio le parezcan raras las historias. Ellos que podrían ser caracterizados por vivir en un sistema ultracapitalista, ultraconsumista, ultraproductivista, ultratecnológico. Que por encima de todo viven en un sistema ultraorganizado: nada deja de estar en su puesto, un orden perfecto. No sé si a ellos estas historias les parezcan raras y piensen que reflejan vidas desordenadas de los japoneses. A un latinoamericano, que nos preciamos de vivir en un sabroso desorden, creo que sí y lo digo para que se hagan una idea. 

La primera de ellas tiene que ver con una historia que el protagonista Kafuku le cuenta a una mujer que contrató como chofer, Misaki Watari, quien le recordaba un diablillo de pelo duro y que no se presagiaba que fueran a tener una muy buena relación porque Kafuku tenía la manía inicial de clasificar todo en dos categorías. En este caso, por ejemplo, para él sólo hay dos tipos de mujeres: las que manejan un poco brusco o las que manejan muy prudente. Ninguna de las dos categorías le gustaba mucho. Misaki fumaba, era callada y antipática, pero no cabía exactamente en ninguna de esas dos categorías. Al final le acabó gustando la forma cómo manejaba, pero para mejorar su estilo de conducción, hablaba muy poco, según Kafufu.

Pasado un mes de trabajo ella le preguntó algo y de ahí en adelante Kafuku, quien era un actor de teatro, le empezó a contar todo. Con todo, quiero decir, todo con respecto a la mujer que amó hasta su muerte, pero que lo engañó con varios, algo que Kafuku sabía reconocer estoicamente. No sabemos si todos eran menores, pero uno de sus amantes sí era más joven que ella y que él, naturalmente. Pero este tampoco es el punto, sino que se empezó a hacer amigo de, precisamente, ese muchacho con quien su esposa le puso los cuernos. En su favor podría decirse que el joven también la amaba. Y, entonces le contó a Misaki cómo le fue averiguando cada cosa, cada detalle. Lo hizo con precisión y disimuladamente porque era un buen actor y porque le pasó por la mente vengarse de él, pero al final, no lo hizo porque no era esa clase de persona que cava un hoyo y espera a ver que alguien pase y dé un mal paso.

Kafuku estaba trabajando en el montaje del Tio Vania de Andrei Chejov, historias de decadencia, desencuentro y desilusión. Sin embargo, a punta de contar la historia del dolor producido por las infidelidades de esa mujer que él, de verdad, había amado se vuelve menos trascendente. Contar el cuento, podríamos decir, sana.

Las demás historias también son extrañas e insólitas o tostadas y zafadas, dicho de manera más coloquial. En «Yesterday», Kitaru era un chico inteligente pero rebuscado, por ejemplo, cuando tradujo esa canción de los Beatles a Kansai. A nadie más se le habría ocurrido hacer eso. No lo digo yo porque lo sepa, sino que lo dice Murakami y yo lo creo. Pero si eso era raro, más raro me parece que Kataru, que no le veía mucho futuro a la relación con su joven novia casi de infancia, quiso presentarla a un buen amigo que hizo en la universidad, Tanimura. La idea era que el paquete fuera completo. Tanimura no podía imaginarse ni entender cómo él o por qué él podría remplazar a su amigo en todos los aspectos, siendo que la muchacha era linda, inteligente, dispuesta a cualquier buena propuesta, lista para hacer feliz a un buen joven. Si Tanimura nunca entendió bien semejante extraño comportamiento de su amigo, yo tampoco.

Otras historias son también bastante, digamos, antinaturales. Hasta pueden tener carices trágicos como la del médico que era un dandy bastante cotizado y discreto que sabía que gran parte de las mujeres del planeta, sobre todo las atractivas, están hartas de hombres ávidos de sexo (p. 101). Cualquier día conoció a una mujer y se enamoró, pero ella sólo le correspondió un poco, pero nunca se enganchó del todo y acabó él insospechadamente secándose de amor en un proceso relámpago antes de morir. Parecía que, para este médico, el amor se aloja en un órgano independiente. Me acordaba de cuando pequeño decía un comercial que no era el corazón el que regulaba el amor sino el hígado y así vendían aceite de hígado de bacalao. Como decir que, a este médico, cuando se enamoró de verdad, se le estropeó el hígado y se secó sin poder hacer nada.

Si las anteriores historias no fueren lo suficientemente insólitas, la de un Gregorio Samsa en una versión kafkiana pero a la inversa, tal vez, sí sea contundente ejemplo de inusual. Este Samsa no era un humano que se despertó convertido en cucaracha sino una cucaracha que se despertó convertida en hombre. Imagínense un insecto con cabeza pequeña, ovalado y de cuerpo aplastado tratando de entender cómo funciona un homo sapiens, erecto, bípedo y de cabeza desproporcionada para una cucaracha.

Después de muchas peripecias para entender ese mundo humano, logra conocer a una mujer contrahecha que debe arreglarle el cierre de su casa ya que la chapa de la puerta se había dañado. Este nuevo Samsa queda atrapado en el gusto de ser humano por los incontrolables efluvios sexuales y amorosos que se derramaban sin control cuando veía a la muchacha. Se le estacionaron retadores, emocionantes e incontrolables emanaciones que se desatan en la pubertad y que implican a su vez engrosamiento de partes que generan situaciones vergonzosas, húmedas e incómodas, pero inefables. Por supuesto, la muchacha no sabía bien si su sentimiento era serio o se estaba burlando de ella. ¡Cómo lo iba a saber si ella no sabía que él era una cucaracha tratando de entender cómo se comportan los hombres, particularmente los adolescentes!

Por último, en el cuanto al cuento que le da título a esta serie de relatos, “Hombres sin mujeres” uno espera que el autor le revele todos sus secretos. Las historias de hombres sin mujeres, en este caso, quiere quizás decir lo siguiente, pero lo digo titubeante: amar locamente a una mujer que luego se marche a otra parte (p. 262) o a otro alguien. Aunque este cuento le da nombre al libro, es el primero, «Drive My Car» el que se convirtió en una exitosa película con varias nominaciones al Oscar y fue muy bien recibida por la crítica. Recuerdo haber leído hace tiempo algo de literatura sobre las formas de organización del trabajo en el sistema japonés. Comparado con el sistema americano taylorista y fordista que tuvo éxito en el siglo XX, el sistema industrial japonés de la postguerra que le dio tanto prestigio a la Toyota era como una invitación a “pensar al revés.” Pues bien, Hombres sin mujeres tiene varios pasajes que invitan a pensar a los hombres y al amor al revés.

HARUKI MURAKAMI. Hombres sin mujeres (Barcelona: Tusquets Editores, 2016).

Reseña de Germán Palacio

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *