RINCÓN LITERARIO

Reseña "Salvar el fuego" Guillermo Arriaga

German Alfonso Palacio Castañeda

Germán Palacio

Director CEPAM

Abogado e historiador. Doctor en Historia de Florida International University. Profesor e investigador de la Universidad Nacional de Colombia, Sede Amazonia. Director del CEPAM.

Guillermo Arriaga. Salvar el fuego. Penguin Random House, Bogotá. 2020, primera impresión, Cuarta reimpresión febrero de 2023.

Cuando en 1987 conversaba por carta (ese método antiguo que implicaba escritura a mano, sobres, estampillas y esperanza de que no se extraviara y llegara a su destino en varias semanas) con mi amigo sociólogo y colega tapatío Carlos Barba, después de haber trabajado un par de años en la Universidad de Guadalajara, le decía que ojalá no le pasara a México lo mismo que le estaba pasando a Colombia. La irrupción y despliegue del narcotráfico y el paraestado desde mediados de la década de 1970 nos tenía ensombrecidos y el golpe que nos estalló en la cara no lo vimos venir.

Caravanas de camionetas Toyota blindadas con vidrios polarizados y guardaespaldas armados hasta los dientes intimidando parroquianos; casas de gusto ostentoso con inodoros forrados en oro y guacas escondidas; fiestas estridentes con las mejores orquestas lo que incluye música tropical, salsa y conjuntos vallenatos; además de mariachis y música carrilera; exhibición de relojes Rolex, cadenas de oro y accesorios de lujo; mujeres operadas con tetas, nalgas y cinturas nuevas, en ese hábito de corpolatría que traspasó el siglo y llegó para quedarse como costumbre; bombas implantadas en centros comerciales; compras de tierra por las buenas y por las malas o adquisición por áspero despojo; caballistas creando entornos semirrurales de lujo, amalgamando cultura de hacendados, patronos y ganaderos; sicarios adolescentes besando escapularios mientras disparan y asesinan a personas que no conocen; guerrillas que militarizaron su lucha política disputando fieramente no ideas sino participación en dineros malhabidos alegando causas que fueron nobles décadas atrás; métodos de lucha que permitían arrasar templos con cilindros bombas lanzados sin malas intenciones, dirían los perpetradores, contra poblaciones civiles inermes en búsqueda de cualquier refugio; políticos que, sin aportes de los narcos, no podrían prosperar electoralmente, particularmente en las regiones; industriales financiados en la sombra por dineros de dudosa procedencia; jóvenes herederos de narcos moviéndose por el país en avionetas propias y viajando por el mundo; cancelación de visas para irse a un país imperial basado en sueño contraevidente pero magnético; y así sucesivamente; alarguen a discreción los lectores informados la lista.

Aunque la figura de Pablo Escobar es más reconocida, tiende a olvidársenos que El Mexicano, Gonzalo Rodríguez Gacha, por un tiempo, no fue menos importante. Me imaginaba que sí podría pasarles a los mexicanos lo que nos pasaba a los colombianos, pero pensé, después de haber vivido tres años en Guadalajara, que lo que ocurría en Colombia sería como un juego de niños comparado con lo que podría pasar en México. Su cercanía a los Estados Unidos; sus interconexiones cotidianas; la cultura de elites que hablan inglés y estudian en universidades gabachas; sus trayectorias imperiales: tanto aztecas como virreinales, sin contar a los emperadores Iturbide y Maximiliano y Carlota en la segunda parte del siglo XIX; sus enormes recursos que incluyeron plata, petróleo y otros minerales; la cultura popular icónica y hegemónica patriarcal y machista; la costumbre difindida de pasar y regresar al otro lado como Pedro por su casa; la familiaridad con unas nuevas palabras, que les ha permitido desarrollar un característico espanglish.

A lo anterior hay que agregar, su influencia histórica y cultural, sólo por hablar de cine, televisión y música popular, incluidas rancheras y música norteña, con recursos y poder que siempre han superado a los de los colombianos. Nosotros todavía en aquella época éramos apenas unos montañeros parroquianos, con aspiraciones permeadas por una cultura paisa conservadora que le encantaba chicanear como parte de esa misma manera de ser y por las aspiraciones de Bogotá de ser la Atenas suramericana, por educada, una frustración que algunos más impertinentes llamaron la tenaz suramericana.

Se trataba de una nueva cultura criminal, no porque antes no existiera el crimen, sino porque ahora las mayores rentabilidades se amasan en el borde de la ilegalidad. El narcotráfico se convirtió en una nueva fuente de ascenso social, que en una época la revolución quiso ofrecer primero y, posteriormente, la educación, como las dos opciones con sus propios momentos históricos para escalar y mejorar la vida en una sociedad cada vez más basada en el consumo. Ambas opciones poco a poco desgastadas, en medio de la irrupción del neoliberalismo de fin de siglo. El narcotráfico en el cambio de siglo es uno de los fenómenos que trastornaron todas las reglas del juego de lo que conocíamos y que se ha expandido por toda América Latina y buena parte del mundo.

Y, en este contexto entra esta novela. Con la crudeza que lo caracteriza, por ejemplo, en Amores Perros, Guillermo Arriaga nos ofrece esta narrativa en un país que, como dijo André Breton en la primera década del siglo XX era surrealista, pero que Arriaga lo prefiere retratar como hiperrealista en el siglo XXI. El inefable realismo mágico tan exitoso en la segunda parte del siglo XX pasó a la historia y se está convirtiendo en una reliquia. Salvar el fuego, en cambio, es una historia actual de amor truculenta, sórdida a ratos y que enchila peor que el chile jabanero si lo agarra a uno desprevenido.

Contra todos los pronósticos del sentido común, este texto cuenta el enamoramiento de una mujer bien casada y acomodada con hijos, llamada Marina, con un mestizo, José Cuautémoc (JC), un güero (mono decimos en Colombia) con ancestros indígenas. Marina procede de una familia de alta alcurnia y acomodada de ciudad de México, una chica fresa con aspiraciones artísticas. JC un altivo retoño mestizo con mirada y fiereza de león, hijo de un brillante intelectual indígena de familia nativa de la sierra poblana, casado con una guapa y dócil señora de origen español. A JC le cabe la expresión coloquial mexicana de que lo Cortés nunca le quitó lo Cuauhtémoc. Pero la novela es más que una brutal historia de amor de una defeña de alcurnia con un mestizo altivo.

Escrita a través de varias voces, lo menos cinco, es un texto polifónico donde no todas las voces se conectan por razones de la intriga romántica. Mientras las voces centrales son las de los enamorados, quienes sostienen la tensión narrativa, otras voces proporcionan contexto a la historia y le dan un toque dramático particular. Por ejemplo, el texto empieza por una carta escrita por un preso y el lector va entendiendo que, en la cárcel, -un portento de injusticias- se está realizando un taller de escritura creativa donde los presos tratan de plasmar sus ideas, razonamientos y sentimientos. Esas cartas son colocadas en un texto que, a falta de capítulos que dividen la narración, sirven para lograr un efecto similar. Pero son cartas desgarradoras que lindan con una prosa poética de historias de condenados a prisión, todos por más de una década.

Otra voz es la del hermano de JC a través de quien vamos entendiendo su historia familiar debido a que nos va contando quién era su padre, su madre y los tres hermanos, siendo la menor una chica alcoholizada y descomplicada con el cuerpo. Su padre, un intelectual radical indígena, muy reconocido nacional e internacionalmente por su lucha contra el colonialismo y la opresión sobre los indígenas, al mismo tiempo que un despiadado padre y marido, un buen modelo para la poco visible o reconocida violencia intrafamiliar, la esquizofrenia del hombre admirable en la esfera pública y un sátrapa al interior de su familia. Para sopesar el calibre del protagonista, quizás baste decir que José Cuautémoc cometió parricidio, pero no de cualquier manera: un buen día se hartó del todo por sus maltratos, le roció gasolina y lo chamuscó reduciendo sus huesos a un escombro de carbón. Y, hay que decirlo, JC no era un personaje particularmente malo: sólo particularmente determinado, intimidante para los hombres y brutalmente seductor y atractivo para las mujeres.

Otra voz, un narrador externo que conoce la historia nos cuenta detalles que permiten articular y comprender la historia en su complejidad. Que sabe cosas que los demás no saben y le permite al lector atar cabos que se pueden quedar sueltos. Así, la novela avanza con varias voces y segmentos que van cronológicamente de adelante hacia atrás y al revés, atando cabos, de modo que cuando Arriaga la convierta en película, la pueda revisar sin la prisa de enviarla a ningún concurso ya que esta novela ganó el premio Alfaguara y eso seguramente implica trabajo a presión de última hora. Arriaga, probablemente, no pretendía escribir la novela perfecta, sino sólo una novela chocante y de contundencia despiadada con muchos pasajes que requieren lectores valientes, tozudos, adrenalínicos, maníaco-depresivos o persistentes. No que no esté bueno el libro para otros lectores menos patológicos, pero sí hay que advertirles que, en algún momento, las situaciones pavorosas les pueden quitar el aliento o darles taquicardia sin necesidad de cocaína.

Si JC es quizás el personaje más magnético y hasta el lector se puede solidarizar con su comportamiento asesino en casos específicos que se cubren en un manto de justicia, la novela es copada, en buena medida, por el personaje femenino que linda consistentemente con comportamientos erráticos y veleidosos de una destacada artista fresa, intelectual, niña bien, pseudofeminista. Independientemente de su retórica, su forma de navegar por el mundo se inserta en una cultura abrumadoramente machista que le permite a ella, a casi nadie más, posar de irreverente porque puede, una especie de rebelde sin causa.

No sabe uno si Arriaga quiere vendernos el personaje porque la entiende y es heroína o porque la quiere hacer quedar mal. Como es probable que sea este segundo caso, pero no creo que se pueda tener un veredicto libre de toda sospecha, lo logra muy bien. El lector se embejuca, literalmente, se enrosca en este dilema, sin tener muy claro si tenerle paciencia a Marina o insultar al novelista o, mejor, a la novela. Habrá quienes la defiendan, pero a muchos lectores no les parecerá increíble que ella abandone a un buen y cándido marido por JC, eso es lo de menos. En cambio, sí los consternará que abandone a sus tres hijos, con quienes tiene una bonita relación, por vivir su historia apasionada con JC, un reo de nobleza impenitente, pero no exactamente un pobre angelito. Uno se queda pensando lo improbable que una mujer pudiese haber escrito esta novela.

Quizás no tenga sentido decir más, para no dañarle a los lectores curiosos los intríngulis y turbulencias de pasión, tortura, despiadadas masacres, sexo arrebatado e intriga, lo que nos obliga a retornar al contexto para poder cerrar esta nota.

Quizás sólo insistir en que el lenguaje mexicano popular mezclado con inglés de sus personajes, divertido, rico en significados y en sinónimos se enmarcan en una tendencia que ya empieza uno a no poder distinguir si hablan castellano, ni español, sino un tipo de mexicano que, quizás visto en retrospectiva y si estuviéramos parados a fines del siglo XXI, podríamos pensar que ya es otro idioma y que estamos presenciando la errática y ansiosa adolescencia de una nueva lengua que ya no es ni inglés, ni español.

Hoy en día no es anatema decir que la guerra contra las drogas ha fracasado. Esto parece ya un lugar común decirlo, incluido en Estados Unidos, lo que no impide que las políticas derivadas sigan siendo las mismas como si viviéramos en un mundo de sordos: tozudamente se mantienen. Sin embargo, creo que no ha fracasado, pero no porque haya logrado sus metas o propósitos que es acabar con el narcotráfico, según pregona esta retórica, sino que sus verdaderos objetivos no consisten en acabar con el narcotráfico, sino que reflejan otra estrategia con objetivos inconfesados, pero vestidos en propósitos loables.

Más bien sus propósitos no retóricos sino funcionales son generar acumulación de capital en los márgenes de la legalidad con una rentabilidad asombrosa; concederle poder a autoridades corruptas y despiadadas aliadas con arriesgados delincuentes porque el crimen sí paga; y otorgarle poder a los dueños de armas y de las máquinas de guerra. No hablemos de derechos humanos porque la novela los trata como una moda retórica y lo dice con desprecio y sin adornos.

Arriaga logra una novela innovadora y arriesgada que no pide permisos retóricos, aunque al final deja unas puntadas bizarras de posible redención que es difícil de vender después de semejante despelote, diríamos los colombianos y semejante desmadre, dirían nuestros carnales mexicanos. Se trata de una novela que, como dice JC, relata un país dividido en dos: no capitalistas contra trabajadores sino los que tienen miedo contra los que tienen rabia.

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«La llama de un fósforo dura solo unos segundos, pero es capaz de incendiar un bosque.»

Guillermo Arriaga. Salvar el fuego. Penguin Random House, Bogotá. 2020, primera impresión, Cuarta reimpresión febrero de 2023.

Reseña de Germán Palacio.

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